Cuando la gente dice que somos ricos en recursos naturales, se refiere generalmente a la minería, a la pesquería y a la agricultura. Algunos incluyen a la biodiversidad; y otros más detallistas, incluyen también a la riqueza paisajística de nuestro país que verdaderamente es de ensueño.

Sin embargo, pocos consideran el fabuloso valor del agua dulce que tenemos los peruanos, y que – en la mayoría de los casos – desperdiciamos irresponsablemente. Efectivamente, llama la atención el poco valor que le damos los peruanos al agua dulce que dejamos pasar por nuestras narices todos los años en las épocas de avenida.

¿Por qué no hacemos más por captar y retener las aguas de avenida en valles tan secos como Chincha, Ica y Nazca, por solo citar tres de ejemplos? ¿Por qué no inundamos las pampas que circundan nuestros valles costeros para infiltrar una parte de dichas aguas estacionales para luego bombearlas en los estiajes? Inclusive, ¿por qué no inundar todas las chacras abandonadas que abundan por todos lados para rellenar los acuíferos, tan importantes para los iqueños?

Es evidente que el sector privado está en falta respecto al manejo del agua en épocas de avenida. Aquí el Gobierno no tiene mayor responsabilidad. Sin embargo, en el tema del cobro por el agua, el Gobierno sí se muestra débil y timorato.

En efecto, el Gobierno – éste y los anteriores – viene demostrando una clamorosa falta de liderazgo al doblegarse ante los reclamos de algunas organizaciones agrícolas que jamás aceptarán que el agua cuesta, y al temblar ante las críticas de algunos demagogos que cuestionan las últimas normas legales que promueven el uso eficiente de las aguas.

La cosa es así: mucha agua en las avenidas y poca agua en los estiajes. El desafío de agua es: guardar el agua de avenidas para usarla en los estiajes, y pagar por ella lo que corresponda. Oponerse a ello es mediocridad.

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